Su mundo fue un mundo de silencio. Desde el vientre materno estuvo
privada del oído. Nació sorda, y vivió sin poder tampoco aprender a
hablar. Los sonidos para ella no existían. Desde muy pequeña su único
lenguaje era el de los signos.
Así Sandra Smith, de Sudáfrica, vivió sin
oír y sin hablar.
Un día el amor llamó a su puerta. Sandra se enamoró de Kenneth
Conrad, compañero de estudios en la universidad. Como soñaba con el día
en que Kenneth le propondría matrimonio, mentalmente ensayó decir con la
voz y con los labios: «Sí.» El día llegó.
Kenneth, arrodillado, le
preguntó por señas: «¿Quieres casarte conmigo?» Y Sandra, por primera
vez en su vida al oído de otro, aunque no podía oírlo ella misma,
pronunció un sonoro «sí».
Esta no es sólo una historia de romance. Es también una historia de
tesón, de determinación, de esperanza, de fe. Es una historia del
mágico poder que tiene el amor. Sandra, joven universitaria de veinte
años de edad, sabía que era sordomuda.
Pero se preparó mentalmente para
el día en que pronunciaría, cuando menos, una sola palabra. Y cuando el
hombre de sus sueños le propuso matrimonio, rompió el silencio de veinte
años y habló para decir: «Sí».
Decir «sí» o «no» puede cambiar el destino completo de una persona.
Si un joven le dice «no» a la primera invitación que se le hace a
probar cocaína, y sigue diciendo firmemente «no» a toda otra invitación
posterior, se librará del funesto vicio.
Hay otro «sí» y otro «no» que tienen consecuencias eternas. Son el
«sí» o el «no» con que respondemos a la invitación divina. La invitación
es esta: «Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos»
(Proverbios 23:26).
Responder con un «no» es negarnos eternamente la
paz que Dios nos quiere dar. En cambio, responder con un «sí» es
encontrar la razón de nuestra existencia, es encontrar la verdadera
felicidad, es encontrar a Dios. Respondamos con un «sí» a la invitación
divina. Es nuestra única salvación.
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